jueves, 19 de junio de 2014

LA CORONACIÓN.

¡Esto si que es ... UNA CORONACIÓN!

 La representación máxima del poder de Napoleón tiene su auténtico momento el día de su coronación cuando es proclamado emperador, esta ceremonia expresa todo el poder de Francia personificado en la figura de su emperador. Napoleón se puso la corona, se corono a sí mismo, demostrando con este gesto su poder sobre todos. Napoleón fue visto como salvador de la causa revolucionaria, de ahí que todas sus representaciones tanto en escultura como en pintura sean imágenes ideales encargadas por el Imperio para hacer notar su poder, característica común en todos los poderes absolutistas de la época.


La obra representa la coronación de Napoleón, que tuvo lugar el día 2 de diciembre de 1804 en la catedral de Notre Dame de París. En la ceremonia podemos observar los símbolos reales: la corona y el cetro. El Emperador es consagrado por la gracia de Dios y por su propia mano. El decorado de la obra indica el gusto de Napoleón a la vez por el imperio Carolingio y el Imperio Romano. Napoleón aparece de pie, su esposa Josefina arrodillada, la madre de Napoleón en la tribuna ocupando un lugar más importante que el Papa. El padre de Napoleón que el día de su coronación ya había muerto también aparece pintado en la obra ocupando un lugar en la tribuna. Otras personalidades que aparecen son: Luis Bonaparte, José Bonaparte, Napoleón-Carlos, las hermanas de Napoleón, el cónsul, el príncipe archicanciller y el mariscal del Imperio, el ministro de guerra bajo el consulado y finalmente el Papa Pió VII que se limita a bendecir la coronación. 

 Una vez que nuestra vista se aparta de esa corona podemos reparar en el elenco de diversos grupos que nos ofrece David: a la izquierda la familia del emperador, que se prolonga en la figura arrodillada de Josefina y en la verticalidad del mismo Napoleón, alzando la corona. Tras él se encuentra el pontífice Pío VII, invitado como testigo especial a la ceremonia, rodeado por numerosos eclesiásticos. Algo más al fondo, un grupo de embajadores y representantes de otros países y, en primer plano a nuestra derecha, algunos de los más importantes dignatarios de la administración napoleónica. Por último, en un plano superior enmarcado mediante vanos de medio punto, encontramos dos tribunas en las que otros personajes se sitúan a distintos niveles, en gradas. En la que está al centro localizamos el retrato del propio pintor, a quien acompañan familiares, amigos y colegas de profesión. 

Todo quedó recogido en este cuadro, bajo la atenta mirada del pintor. La Francia napoleónica que se apresta a iniciar las guerras de ampliación del nuevo imperio, lo que llevará a su final diez años más tarde, posa solemne en este cuadro. Aún hubo tiempo para la anécdota. En esa tribuna que acabamos de describir, bajo el grupo que acompaña a David, figura en lugar preeminente  Letizia Ramolino, madre del emperador quien, en realidad, no asistió a la ceremonia. Pero, ¿cómo no iba a quedar representada en un cuadro consagrado por completo a narrar la gloria de su propio hijo? A veces el Arte miente. De nuevo, imita a la vida.





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