Un muchacho de blusa
azul, faja roja, alpargatas blancas y la inevitable bota de vino colgada al
hombro, tropezó cuando iba embalado por entre las vallas. El primer toro bajó
la cabeza y le dio una sacudida, lanzándole a un lado. El muchacho fue a chocar
contra los maderos y quedó allí tendido, pasando la torada junto a él. La
multitud chilló.
Así, de esta manera,
Ernest Hemingway comenzaba, sin él saberlo, a dar a conocer a todo el mundo
cómo eran los Sanfermines, las corridas de toros y, sobre todo, el encierro
pamplonés. Él marcó su propio estilo literario, frecuentemente exagerado y
tremendamente sensacionalista en la mayoría de las ocasiones. Sin ir más lejos
ese mismo año escribía en el Toronto Star:
En Pamplona, donde
tienen seis días de toros cada año, desde el 1126 de la era cristiana, y donde
los toros corren por las calles de la ciudad a las seis de la mañana, con la
mitad de la población corriendo delante de ellos. (...)
Pamplona, donde todos
los hombres y jóvenes de la ciudad son toreros amateurs y donde hay una lidia
amateur cada madrugada que es esperada por 20.000 habitantes, en la que los
toreros amateurs van todos desarmados y donde hay una lista de accidentados por
lo menos igual que en una elecciones en Dublín. (...).
Las calles eran una masa sólida de
gentes danzando. La música era algo que golpeaba y latía con violencia. Todos
los carnavales que yo había visto palidecían en su comparación. Un cohete
reventó sobre nuestras cabezas con una explosión radiante, y la caña cayó a
nuestros pies zumbando. Los danzantes, repiqueteando los dedos y llevando un
ritmo perfecto entre la multitud, chocaron contra nosotros antes de que
pudiéramos descargar las maletas del autobús
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