En el castillo medieval de
Muiderslot, en Muiden –a las afueras de Ámsterdam– y contemplamos la colección
de arte que alberga en su interior –compuesta por varios paisajes, naturalezas
muertas y algunos retratos–, pronto nos encontraremos con una pintura realmente
fuera de lo común.
La obra en cuestión, un
pequeño óleo titulado ‘El panadero de
Eeklo’, muestra una extravagante y macabra escena, en la que varios
personajes cortan las cabezas a otros y las introducen en un horno, mientras
otras figuras aparecen con coles sustituyendo el lugar que deberían ocupar sus
cabezas.
Sin más explicación, la
pintura parece surgida de una pesadilla o de la hiperactiva y truculenta
imaginación del artista (dos en este caso,
Cornelis van Dalem y Jan van Wechelen). Sin embargo, el significado de la
obra hay que buscarlo en el folklore.
Desde la Edad Media, pero
especialmente durante los siglos XV y XVI, los territorios de Flandes y los
Países Bajos vieron prosperar una singular leyenda sobre un panadero que
ejercía su trabajo en la localidad de Eeklo.
Según este cuento popular,
todo aquel que estaba descontento con su cabeza –ya fuera porque no le agradaba
su rostro, porque había envejecido o bien porque quería ser más inteligente–,
podía acudir al panadero de Eeklo, y él y sus empleados le cocinarían,
literalmente, una nueva según sus necesidades.
Una vez en el
establecimiento del panadero, los trabajadores le cortaban al “paciente” la
cabeza y colocaban una col en su lugar para evitar que se desangrara. A
continuación modificaban la cabeza del cliente con las “mejoras” que había
solicitado, la embadurnaban con yema de huevo y la introducían en el horno para
“cocinar” una nueva, un reseteado del disco duro en toda regla. Después la
colocaban en su lugar y el cliente podía irse estrenando cabeza y vida nuevas.
Sin embargo, las cosas no
siempre salían bien. Si los panaderos se despistaban y la cabeza estaba dentro
del horno durante el tiempo incorrecto –ya fuera más o menos–, el resultado era
desastroso: la nueva cabeza resultante podía salir medio cocinada o demasiado
hecha, y por tanto su propietario acabaría convertido en un idiota, un loco o
un monstruo.
Gracias a esta llamativa
historia, durante varios siglos los padres de los Países Bajos conseguían
amedrentar a sus hijos cada vez que alguno de ellos se lamentaba de su aspecto
o de su inteligencia. Podían ir a hacer una visita al sangriento panadero de
Eeklo, y su cabeza, en lugar de mejorar, podría acabar mucho peor.
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