El pintor orientalista Josep Tapiró (Reus, 1836 – Tánger, 1913) alcanzó
una notable fama internacional en vida, para más tarde ser casi olvidado. Pasado los cien años después de su muerte, su
obra, dispersa por medio mundo, se revela de una extraordinaria calidad y le
sitúa en un lugar destacado en el contexto internacional de la pintura de este
género.
Josep Tapiró Baró fue el primer pintor peninsular que se instaló en
Tánger, acercándose a la vida tradicional marroquí. Llegó mucho más lejos que
la mayoría de pintores orientalistas: más allá de lo pintoresco y la ensoñación
literaria.
Tapiró había descubierto Tánger, ciudad considerada «la puerta de África»,
unos años antes de tomar la decisión de instalarse en ella, en 1871, durante un
viaje en compañía de su amigo Mariano Fortuny. Aquel primer viaje dejó en él
una profunda huella y le reveló los que iban a ser los grandes temas de toda su
obra: la representación de la vida
tradicional norte-africana y sus protagonistas.
En Tánger, Tapiró viviría desde 1877 y hasta su muerte, y durante todos
esos años el pintor realizó una aproximación casi científica a la sociedad
magrebí. Además de su magnífica calidad artística, su obra es un significativo
documento testimonial de un mundo en retroceso ante la presión colonialista
europea. Tapiró pudo experimentar en directo la extraordinaria transformación
urbana y cultural que vivió la ciudad. El pintor se sumerge e implica en
aquella realidad y huye de los lugares comunes de moda desde el romanticismo.
Busca la verosimilitud y en sus obras rompe con el «sueño oriental» alimentado
por los relatos de los viajeros y recreado por la literatura, un sueño que
fascinaba en Europa y en Norte América. En la obra de Tapiró, inspirada por la
filosofía positivista, hay rigor documental y un cuidadoso objetivismo.
Consigue entrar en lugares hasta
entonces vedados a los extranjeros, asiste a las ceremonias religiosas e,
incluso, parece que llega a disfrazarse para colarse en un gineceo y así poder
asistir a la ceremonia de preparación de una novia. Las bodas, las tradiciones
religiosas y las escenas de la vida doméstica, que él describe con todo
detalle, constituyen un verdadero relato pictórico de los aspectos más
atractivos de la vida tradicional tangerina.
El orientalismo
peninsular se inscribe plenamente en el orientalismo europeo y se adapta a los
planteamientos estilísticos de cada momento. Sin embargo, la herencia musulmana
y la proximidad geográfica con África lo hacen singular.
Por otra parte, la guerra hispano-marroquí de 1859-1860 descubrió
Marruecos a los artistas peninsulares, especialmente a Mariano Fortuny, que
viajó al norte de África a cargo de la Diputación de Barcelona para documentar
una serie de batallas. África le descubre a Fortuny no sólo una temática
fascinante sino también la luz y el color que incorpora a su obra a partir de
ese momento y que le harán internacionalmente famoso. Las obras de Fortuny son
obras maestras del género, y tuvieron una enorme influencia en el imaginario
europeo.
El orientalismo
de taller tuvo especial éxito en Cataluña durante la expansión
económica de los primeros años de la Restauración, conocidos como la Febre
d’Or. Con una pintura que describían un ambiente sofisticado y
decadente, en consonancia con los gustos del momento.
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