martes, 27 de enero de 2015

VOLTAIRE: TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA.

“No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”
En respuesta al atentado del 7 de enero, la Société Voltaire emitió un comunicado. Decía esto: “Hoy, Voltaire sería Charlie”.
 Desde el mediodía del jueves 8 de enero, los ejemplares de la edición de bolsillo del Tratado sobre la tolerancia de Voltaire se han agotado en toda Francia. Sin ningún tipo de acuerdo ni llamado, los ciudadanos han procurado buscar consuelo en ese libro. Dice mucho –dice todo– de la República Francesa el hecho de que el libro consolador elegido haya sido esta reivindicación que un pensador del siglo XVIII hiciera de la libertad de pensar contra todo fanatismo. Voltaire es el subsuelo hondo de la República. Aquello en lo cual buscar abrigo a la hora de las tempestades. Aquello en lo cual poner el criterio último de lo que es y no es tolerable.
A lo largo y ancho de esa histórica manifestación, algunos ciudadanos desempolvaron sus volúmenes y los enarbolaron como la más contundente de las pancartas. Desde entonces, muchos se han puesto a imitarlos. Una edición de bolsillo a dos euros, de la que se han vendido 120.000 ejemplares en la última década, ya se ha agotado. La editorial ha dado luz verde a una nueva reimpresión de 20.000 unidades, por si quedaban dudas, el libro fue en esos días el sexto más vendido en Amazon.
“La tolerancia no ha provocado nunca ninguna guerra civil; la intolerancia ha cubierto la tierra de matanza”, escribió Voltaire en sus páginas. El éxito es todavía más sorprendente al descubrir que, entre sus líneas, no se encuentran citas célebres ni frases subrayables. Sí, en cambio, una lúcida disertación en 143 páginas sobre la libertad y las leyes.
Debe ser permitido a cada ciudadano no creer más que en su razón y pensar lo que esta razón, luminosa o errónea, le dicte».
El Tratado sobre la tolerancia de Voltaire, que los manifestantes enarbolan el día 11 por las calles de París, es el anti-Corán ilustrado, la respuesta republicana al uso genocida de los textos que a sí mismos se llaman sagrados y exentos de cualquier obediencia a las leyes humanas. Esos textos que convierten a los hombres en bestias peligrosas. El «derecho a la intolerancia», que algunos locos pretenden reivindicar como garantía frente a los excesos del ser libre, es definido implacablemente por Voltaire como «absurdo y bárbaro: es el derecho de los tigres, aún más horrible, pues los tigres no despedazan más que para comer, y nosotros somos exterminados por párrafos de escritura».
Voltaire ha tratado de extraer las grandes lecciones para el siglo: si la ilustración no vence a los fanatismos, los fanatismos harán imposible la convivencia humana. «La superstición es a la religión –escribe– lo que la astrología es a la astronomía: la hija loca de una madre sabia.»
Aquel que tiene éxtasis y visiones, que toma sueños por realidades y sus imaginaciones por profecías, es un entusiasta; el que sostiene su locura por medio del asesinato, es un fanático... Y una vez que el fanatismo ha gangrenado un cerebro, la enfermedad es casi incurable... Las leyes y la religión no bastan contra las epidemias de las almas; la religión, lejos de ser un alimento favorable, se vuelve veneno en los cerebros infectados... Los fanáticos están convencidos de que el espíritu que los penetra está por encima de las leyes, que su entusiasmo es la única ley.

Llegado el fanatismo a un punto así, no hay más defensa que la de atrincherarse en la sensatez, en el peso irrenunciable de la razón, en la primacía de la ley común sobre las alucinaciones privadas. A eso llama Voltaire filosofía.

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