“No comparto
lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”
En respuesta
al atentado del 7 de enero, la Société Voltaire emitió un comunicado. Decía
esto: “Hoy, Voltaire sería Charlie”.
Desde
el mediodía del jueves 8 de enero, los ejemplares de la edición de bolsillo del Tratado sobre la tolerancia de Voltaire
se han agotado en toda Francia. Sin ningún tipo de acuerdo ni llamado, los
ciudadanos han procurado buscar consuelo en ese libro. Dice mucho –dice todo–
de la República Francesa el hecho de que el libro consolador elegido haya sido
esta reivindicación que un pensador del siglo XVIII hiciera de la libertad de
pensar contra todo fanatismo. Voltaire es el subsuelo hondo de la República.
Aquello en lo cual buscar abrigo a la hora de las tempestades. Aquello en lo
cual poner el criterio último de lo que es y no es tolerable.
A
lo largo y ancho de esa histórica manifestación, algunos ciudadanos
desempolvaron sus volúmenes y los enarbolaron como la más contundente de las
pancartas. Desde entonces, muchos se han puesto a imitarlos. Una edición de
bolsillo a dos euros, de la que se han vendido 120.000 ejemplares en la última
década, ya se ha agotado. La editorial ha dado luz verde a una nueva
reimpresión de 20.000 unidades, por si quedaban dudas, el libro fue en esos días
el sexto más vendido en Amazon.
“La
tolerancia no ha provocado nunca ninguna guerra civil; la intolerancia ha
cubierto la tierra de matanza”, escribió Voltaire en sus páginas. El éxito es
todavía más sorprendente al descubrir que, entre sus líneas, no se encuentran
citas célebres ni frases subrayables. Sí, en cambio, una lúcida disertación en
143 páginas sobre la libertad y las leyes.
Debe
ser permitido a cada ciudadano no creer más que en su razón y pensar lo que
esta razón, luminosa o errónea, le dicte».
El
Tratado sobre la tolerancia de Voltaire, que los manifestantes enarbolan el día
11 por las calles de París, es el anti-Corán ilustrado, la respuesta
republicana al uso genocida de los textos que a sí mismos se llaman sagrados y
exentos de cualquier obediencia a las leyes humanas. Esos textos que convierten
a los hombres en bestias peligrosas. El «derecho a la intolerancia», que
algunos locos pretenden reivindicar como garantía frente a los excesos del ser
libre, es definido implacablemente por Voltaire como «absurdo y bárbaro: es el
derecho de los tigres, aún más horrible, pues los tigres no despedazan más que
para comer, y nosotros somos exterminados por párrafos de escritura».
Voltaire
ha tratado de extraer las grandes lecciones para el siglo: si la ilustración no
vence a los fanatismos, los fanatismos harán imposible la convivencia humana.
«La superstición es a la religión –escribe– lo que la astrología es a la
astronomía: la hija loca de una madre sabia.»
Aquel
que tiene éxtasis y visiones, que toma sueños por realidades y sus
imaginaciones por profecías, es un entusiasta; el que sostiene su locura por medio del asesinato, es un fanático...
Y una vez que el fanatismo ha gangrenado un cerebro, la enfermedad es casi
incurable... Las leyes y la religión no bastan contra las epidemias de las
almas; la religión, lejos de ser un
alimento favorable, se vuelve veneno en los cerebros infectados... Los fanáticos están convencidos de que el
espíritu que los penetra está por encima de las leyes, que su entusiasmo es la
única ley.
Llegado
el fanatismo a un punto así, no hay más defensa que la de atrincherarse en la
sensatez, en el peso irrenunciable de la razón, en la primacía de la ley común
sobre las alucinaciones privadas. A eso
llama Voltaire filosofía.
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